6 jul 2012

Hasta que el aliento aguantó



 Por Rubén López | ruben@futbolconpropiedad.com

Juan Román Riquelme. Un nombre que para algunos no es más que una concatenación de letras, pero para otros levanta pasiones, tanto positivas como negativas. El futbolista que se convirtió en símbolo de los suyos, de una hinchada xeneize que encontró en él al ídolo que necesitaban en el ocaso de uno de los más grandes como fue Diego Armando Maradona. Un capricho del destino hizo que Román fuese el sustituto del 'Pelusa' en su último partido como profesional, y también heredó su 10 al año siguiente para iniciar la que probablemente fuera su mejor época como jugador, la época en la que su ambición por comerse el mundo le llevó a lo más alto.

De profesión mediapunta, algo que tanto nos gusta a los clásicos y que tan poco nos dejan ver los entrenadores modernos, porta el ya citado 10 a la espalda como sólo los mitos supieron hacerlo con la equipación local en La Bombonera. La hinchada corea su nombre cada vez que la controla despreocupadamente y la ata al pie buscando desde el primer segundo el pase de gol. Su oficio es el de recoger, subir, levantar del asiento al aficionado y terminar dando el cuero en boca de gol al nueve.

La grada rival conoce su genialidad y busca el desequilibrio. 'Pechofrío' le dicen algunos, 'acabado' otros. Pero saben que no es así, que su personalidad sobre el campo es tranquila pero lidera a su equipo imponiendo respeto en cada clase cual maestro vocacional, que cada balón que toca es una nueva oportunidad de crear su magia.

Llegó a vestir otros colores, llegó a ser querido en otros lugares, pero fue un cariño seco, de crack de paso. En Villarreal no le perdonaron un error desde los 11 metros, no lo veían como su profeta al igual que en tierras xeneizes. Se olvidaron de su trabajo para hacer del Submarino Amarillo la revelación de la Liga (es posible que, sin Román, la época dorada del equipo nunca existiese), de sus pases encarados a darle la Bota de Oro a su compañero Forlán y de sus tardes mágicas en las que era imparable. Eses instantes en los que el jugador no se vio apoyado por su grada fueron suficientes para convencerlo de que quería volver a casa. Román ya no se sentiría a gusto nunca más lejos de La Bombonera.

Volvió y de nuevo fue feliz, se sintió querido. Su fútbol dejó la apatía que había mostrado los meses anteriores y su recuperada afiliación con su eterno acompañante Palermo dio sus frutos. Román era el que cocinaba y Martín el que servía. La pareja estaba hecha para el éxito. Se fue el Loco, el eterno 9, y Román se quedó solo a la espera de un nuevo acompañante. Pero viniese quien viniese, ya no sería lo mismo. Los mitos de Boca se habían ido y estaba sólo ante la grada, y los problemas con el entrenador lo desgastaban. Empezó el año en 2012 reflexionando, dubitativo. Este y no más, pensó. Y llegó a final de temporada, después de darlo todo con un físico ya mermado sin decir nada al público para no doler, y cuando se quedó a las puertas del cielo, a punto de conseguir su cuarta Libertadores, anunció la implacable noticia, dejando huérfana una posición en la que será una tarea casi imposible sustituirlo.

Hasta siempre, Román, la mitad de Argentina más uno siempre te tendrá presente.

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