Por Rubén Pedreira
El fútbol siempre fue un reflejo de la sociedad. Y lo fue siempre porque es un fenómeno social. De la misma manera que los galanes de Hollywood ya no interpretan los mismos personajes que en los años 60 y los Beatles dejaron su espacio en las radios a artistas de otro calado, el fútbol se amolda a su entorno de manera bastante efectiva. Eso sí, se amolda con una diferencia importante con respecto a otras industrias del entretenimiento como las anteriormente mencionadas: Su evolución social no se adapta a los gustos de los consumidores, sino a sus filias y sus fobias; a sus complejos y a sus defectos; a sus sueños y a sus frustraciones. Porque el fútbol es un entretenimiento no artístico. El fútbol, como la vida, es una pelea y está hecho por gente que lleva a cabo en equipo esa pelea de manera análoga a como la llevan a cabo los individuos que viven.
Es posible que todo lo mencionado en el anterior párrafo sea algo abstracto, pero lo bueno que tiene escribir un artículo medianamente extenso es que da margen para seguir explicándose. A lo que me refiero con esas palabras es a que el fútbol actual sigue siendo el deporte que a muchos nos apasionó desde sus inicios hace más de un siglo hasta la actualidad, pero peca de las frustraciones y miedos de su tiempo. En una época dominada por el miedo al fracaso y a la mala crítica, el fútbol es dominado por lo mismo. Y el partido que ayer dejó eliminada a España del Mundial es tan buen ejemplo como muchos otros.
En un fútbol obsesionado por la especialización, el análisis obsesivo del dato y el encorsetamiento individual, la clase media desaparece si todo el mundo sigue las mismas reglas del juego. De la misma forma que en un mundo dominado por el capital los capitalistas con mejores rentas tienen mayor fuerza para ir haciendo desaparecer a sus competidores medianos, seguir la línea del fútbol pautado hace que aquellos que pueden permitirse los mejores mimbres para ello sean más efectivos dominando a los demás. Estos mimbres no son solo económicos, sino también estructurales. En un fútbol de corsé, solo aquellos proyectos capaces de adaptarse al 100% a lo que necesita la pauta pueden conseguir la excelencia. Y proyectos así en Europa pueden contarse con los dedos de las manos, ni siquiera el PSG con toda su riqueza consiguió saber invertirla.
En cualquier caso no estamos aquí para hablar de proyectos deportivos, sino del contexto actual del fútbol en un sentido conductual. En ese deporte en el que cada vez la clase media está más alejada de la clase dominante, es imposible crear nada ajustándose a lo que marcan los cánones si eres solo uno más de muchos. Es cierto que de vez en cuando puede aparecer un Leicester, o un Arsenal como el de este año, pero tenemos presente que las sorpresas a la hora de la verdad son menos frecuentes que en otros tiempos. Y creo que, como dije, es en cierta parte explicable por el contexto social. Porque el mundo ya no está en los tiempos del sueño americano ni de aspirar a la llegada a la Luna, sino en los tiempos del miedo a perder las migajas que cada uno guarda en su hucha y de la convicción de que el futuro será más austero que el presente.
Si echamos un ojo a la clase media del fútbol contemporáneo, veremos que el partido que ayer eliminó a España del Mundial es paradigmático de ella. Porque ahí vimos a un equipo que se olvidó de que el fútbol, cuando puedes dominarlo, tiene más de intentar hacer daño al contrario que de protegerse con balón. Esto último es útil, por supuesto, pero totalmente inofensivo si lo priorizas sobre el dañar al rival. Nadie se atreve a ser el que tome el riesgo porque cada pérdida es un peligro y ese peligro es inaceptable, orienta los focos hacia tu cara y empeora tus estadísticas aunque las únicas estadísticas realmente importantes sean las asistencias y los goles. En ese síndrome de Estocolmo perpetuo, deseamos con más fuerza no perder nuestro trabajo que conseguir el éxito en él. Por eso buscamos la comodidad del orden propio antes que el riesgo de intentar el desorden ajeno, aunque sea esto último lo que necesitamos para triunfar.
Hoy ya siempre hay pautas por encima de todo. Siempre hay un jefe vigilante dando instrucciones para que cada pieza se amolde a su rol. El regate ya no es relevante y ese mediapunta capaz de atraer hacia él a cuatro defensores para después encontrar un pase imposible hacia un delantero solo ante el portero ya no existe. Mejor dicho, solo existe si eres Messi y te permiten serlo. Porque en nuestro mundo todo lo que no sea la élite de la excelencia está bajo sospecha. Si no tienes la clase para ser Messi serás limitado a ser un engranaje de un grupo que por lo general necesita algo más que eso. Necesita que de vez en cuando alguien se atreva a hacer cosas por su cuenta, a inventarse jugadas aunque salgan mal para decirle a los defensas que al menos vas a seguir probando cosas diferentes. Ayer hubo una acción de Boufal con Llorente en la que el español se quedó totalmente clavado ante los amagos del marroquí, como siendo incapaz de comprender que alguien en un campo de fútbol se atreva a ser un verso libre en pleno 2022. No hace falta tener a Garrincha en el equipo para pensar que dar libertades individuales en ataque merece la pena, basta un Boufal o incluso un Lucas Vázquez que en un momento dado se sienta inspirado y decida intentar algo que no sea un pase seguro o un centro. Porque posiblemente la pierda, pero mandará el mensaje de que no tiene miedo y de que no es un simple engranaje que buscará siempre las mismas dos opciones con la esperanza de que algún rival se despiste o se tropiece.
Es por todo eso y por alguna cosa más por lo que el fútbol actual nos gusta menos de lo que nos gustaba. Porque nosotros también nos gustamos menos, y el fútbol está hecho a nuestra imagen y semejanza. Hoy los equipos y sus individuos tienen más miedo a perder las migajas que tienen que ambición por algo más, la clase media se ahoga en esa mediocridad y se aleja de las élites que sí pueden permitirse la excelencia a partir de esas reglas del juego pautado (véase el City, por ejemplo). El entretenimiento se convirtió en un ocio encorsetado en el que ya el dinero está por encima de todo lo demás. Nosotros hicimos al fútbol moderno y por ello odiamos al fútbol moderno igual que odiamos los defectos ajenos que nos recuerdan a los nuestros. Sentimos el fútbol menos nuestro aunque lo es más que nunca, pero hace rato que no estoy ya hablando de fútbol.