6 abr 2019

El mal momento del Dépor entendido como un fracaso ideológico


  Por Rubén López | rubenlopezfcp@gmail.com

Reconozco que el 10 de junio se encendió una alarma en mi cerebro. Un clic mental de esos que saltan cuando ocurre algo, por muy nimio que sea, que no puedes evitar ver como un suceso con potencial capacidad de repercutir en el futuro de manera manifiesta. Ese suceso, que durante todo el año llevo teniendo en la cabeza como temido presagio de lo que podría ser un infame efecto mariposa, no es más que una frase que en su momento me golpeó en el orgullo con violencia. Aquel 10 de junio, Carmelo del Pozo se pronunció de la siguiente manera: 

El ascenso es un premio, no es un objetivo. El objetivo es volver a hacer un equipo competitivo y que ilusione a la gente. Seguramente si hacemos eso en ese trayecto llegaremos a unos retos deportivos a medio plazo muy buenos

Quizás, quien lea ahora estas palabras torcerá el gesto irremediablemente y se burle de lo lejos que se quedó el proyecto de lograr esa intención, pero yo voy más allá, voy a la implicación de las palabras. En el momento en el que leí eso la conclusión que me vino a la mente fue horrenda: Esa complaciente y absurdamente alejada de la realidad idea iba a ser la base sobre la que se va a edificar el entramado ideológico de nuestro equipo en una temporada de importancia capital. Evidentemente, en su momento no pude más que callarme con la esperanza de no tener razón y desear no llegar nunca a sentirme inclinado a escribir este artículo, pero no tuvimos esa suerte. Además, según pasaba el tiempo todas las declaraciones sobre objetivos que se hacían desde el club (las más recientes de Natxo González diciendo que jugar el play-off no sería un fracaso) iban orientadas a reafirmarse en esa intención de crear un ambiente en el que no conseguir ascender no fuese visto como una hecatombe.

Sinceramente, por muy duro que suene decirlo de una forma tan cortante, no puedo negar que siempre desprecié esa filosofía de buscar descargar peso de los propios hombros, porque ni la comparto ni la practico. No es simplemente que no me gusten las excusas, sino que creo que lo único que puede llevar al éxito son unos ideales muy definidos entorno a ellos, y pensar que el fracaso tiene cabida me parece la cumbre de la indefinición cuando hablamos de un club que debe aspirar a ser dominante en un contexto de competición. Es cierto que vivimos en una sociedad cada vez más infantilizada en la que el miedo al fracaso y al rechazo están cada vez más presentes, pero la solución no es poner el fracaso como algo aceptable, porque por más que nos queramos vendar los ojos, no es así. La única manera que conozco de sobrevivir al fracaso es autoexigirse lo máximo para que no suceda y, en el caso de no poder evitarlo, asimilarlo como algo que no se puede volver a repetir. Poner paños calientes de antemano sólo ayuda en los momentos buenos, en los que el agua no llega al cuello, pues evita pensar en otras cosas, pero cuando vienen mal dadas (y siempre hay malas épocas, es inevitable) aferrarse a la errada idea de cerrar los ojos al peligro acechante del fiasco es una manera contraproducente de afrontar los problemas. La temporada del Deportivo es claro ejemplo de ello, pues lo único que se consiguió es que en el momento en el que las cosas se empezaron a torcer la realidad golpeara con fuerza y entraran las prisas y el bloqueo.

El equipo, con algún que otro revés inicial, empezó bien la temporada, viendo el final lejano y sin ningún tipo de presión. El objetivo era 'agradar' y la plantilla es de calidad sobrada (no creo que nadie pueda poner un pero a esa afirmación) para hacer cosas importantes en la categoría, con lo que conseguir hacer bien las cosas no fue problema mientras los momentos decisivos estaban todavía lejos. No obstante, ¿qué pasó cuando la segunda vuelta empezó y cada punto debía ser atesorado como si fuera el oro más puro del planeta? Ahí las dudas empezaron a aparecer, porque en el fondo todo el mundo sabe que este club no puede permitirse una temporada sin el ascenso. En el momento en el que se empezó a entrever el final como algo más cercano de lo que parecía y el ansia resultadista hizo acto de presencia todos fueron golpeados por la realidad de que la jornada 42 se acercaba cada vez más y no había una ideología real a la que atenerse más allá de la de aceptar la mediocridad. No había un objetivo inequívoco entre ceja y ceja con el que motivarse y con el que inyectar sangre a los ojos. Por supuesto, estoy seguro de que la intención de lograr el ascenso lleva todo el año flotando en el vestuario como la necesidad imperiosa que deben saciar, pero esa tirita que de cara al público se esforzó por establecer la dirección deportiva desde el principio hizo que de alguna manera el cerebro no estuviera preparado para afrontar los momentos decisivos con esa solvencia que todo equipo que aspira a la grandeza tiene que mostrar obligatoriamente.

Siempre fui de la idea de que lo puramente futbolístico, lo táctico y lo técnico, es la base sobre la que evidentemente ha de sustentarse todo, pero que ese plus que decide la balanza entre quien triunfa y quien fracasa tiene una fortísima componente psicológica, y esa componente se basa casi en su totalidad en la ideología básica con la que afrontas la temporada. Pensemos en los grandes dominadores del fútbol mundial a lo largo de la historia y en todos ellos veremos ese denominador común. Creo que nadie se replantea las ideologías innegociables que enarbolaban las mejores épocas de Real Madrid, Barcelona, Manchester United o Bayern. Todos esos grandes equipos que se sucedieron a lo largo de la historia mostraron unos argumentos a los que aferrarse con uñas y dientes y que, a pesar de que dependiendo del club adopta manifestaciones muy variopintas (juego de posición, fortaleza mental capaz de empequeñecer al rival, pegada temible etc.) siempre se resume en un mismo trasfondo: centrarse en buscar el éxito y ni siquiera plantearse la posibilidad de fracaso. Si Guardiola, Mourinho, Simeone o Klopp son quienes son a día de hoy es porque entendieron como nadie ese concepto, el fútbol se divide entre quien busca triunfar y quien tiene miedo a fracasar. Y, aceptémoslo, por muy comprensible y humano que sea temer las situaciones negativas aquí no estamos para intentar que nadie se sienta mejor consigo mismo, sino para debatir sobre este deporte, y en el fútbol los que triunfan casi nunca son los que muestran esa humanidad de temblar ante la adversidad. Cada individuo, cada jugador, puede tener (y de hecho tiene, irremediablemente) sus dudas y sus temores, pero ante todo ha de sentirse arropado por un refugio basado en la fortaleza psicológica de un conjunto cobijado bajo el convencimiento inequívoco de que lo mejor está por venir, algo que refuerza al grupo y contribuye a levantar a los caídos.

Ahora, después de decir todo esto, habrá quien piense que una frase dicha a principios de año no puede tener toda la culpa de la mala temporada, y yo le respondo que por supuesto que no. Aparte de esto veo más problemas, como la baja de Carles Gil en invierno que inevitablemente provocó la pérdida del único jugador de la plantilla que, a falta de ver a Silva en esa posición, podía aportar algo jugando centrado en tres cuartos. También los innegables inconvenientes que supone renunciar a un jugador como Mosquera a saber por qué razón para dar protagonismo a un Didier Moreno que por muy voluntarioso que sea no cumple los mínimos para la categoría o, sobre todo, la habitual incapacidad de Natxo González para conseguir influir positivamente en los partidos con sus cambios, y el partido contra el Rayo Majadahonda fue un ejemplo perfecto de ello. La primera parte fue una declaración de intenciones del equipo de Antonio Iriondo, que desde el principio mostró la intención de hacer daño a los blanquiazules con una línea defensiva muy adelantada, presión intensa y aprovechar la velocidad de sus atacantes para ganarle la espalda a la defensa herculina. En ese contexto, en el que los madrileños consiguieron imponer su idea e incomodar al equipo local, no se intentó buscar en casi ningún momento los recursos que podrían haber dado un toque distinto al partido: aprovechar que esta vez había jugadores válidos para buscar mantener la posesión y ponerle pausa a un partido cuyo control se había escapado (siempre se buscó llegar rápido al área con unas prisas incomprensibles), permitiendo así crear espacios en las líneas rivales y a la vez que los jugadores deportivistas no perdieran su puesto para poder arropar mejor la salida de balón rival o explotar también la espalda de la defensa usando la velocidad de Quique o Nahuel. Se jugó a lo que quiso el Rayo sin ofrecer resistencia alguna.

Tampoco los cambios hoy fueron capaces de sumar nada, y si acaso consiguieron algo fue restar. La entrada de Vítor Silva por Vicente no aportó nada que se necesitara para cambiar el rumbo del partido y la salida de Pedro Sánchez fuera de posición para dar profundidad en el lateral en un momento en el que a todas luces hacía falta meter en el área a un rematados como Christian Santos me dejó también una sensación amarga. La rueda de prensa del técnico, de una cruda introspección, no dejó ningún lugar a la duda: el técnico vasco está superado por la situación desde hace varias jornadas y atentaría contra toda lógica que este no fuera su último encuentro. Ahora, aunque llegue un cambio en el banquillo, el reto es mayúsculo: ¿será posible cambiar un chip programado con instrucciones erróneas durante toda la temporada en sólo un puñado de partidos de importancia mayúscula? Ojalá sí. Y ojalá también se erradique para siempre de nuestro club, pues esta tolerancia hacia los resultados mediocres es algo endémico. Quizás la transformación de Gaizka Garitano desde la tristeza transmitida en Coruña hasta la solvencia mostrada en Bilbao, en un Athletic Club donde acercarse a los puestos de descenso nunca estuvo permitido, tenga un componente explicable en base a la clásica condescendencia coruñesa.

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